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Era un venerable maestro. En sus ojos había un reconfortante destello de paz permanente. Solo tenía un discípulo, al que paulatinamente iba impartiendo la enseñanza mística. Luego de años de enseñanzas, un día el maestro se dirigió al discípulo y le ordenó:
-Acércate al cementerio y, una vez allí, con toda la fuerza de tus pulmones, comienza a gritar toda clase de halagos a los muertos.
El discípulo caminó hasta un cementerio cercano. El silencio era sobrecogedor. Quebró la apacible atmósfera del lugar gritando toda clase de elogios a los muertos. Después regresó junto a su maestro.
-¿Qué te respondieron los muertos? -preguntó el maestro.
-Nada dijeron.
-En ese caso, vuelve al cementerio y lanza toda suerte de insultos a los muertos.
El discípulo regresó hasta el cementerio. Con todas sus fuerzas, comenzó a soltar toda clase de improperios contra los muertos. Después de unos minutos, volvió junto al maestro, que le hizo la misma pregunta, y obtuvo la misma respuesta: “De nuevo nada dijeron”.
Y el maestro concluyó:
-Así debes ser tú: indiferente, como un muerto, a los halagos e insultos de los otros.
(Fuente: Rincón del Tíbet FB)